Decía Arnold Newman que la fotografía no es algo verdadero, es una ilusión de la realidad con la que creamos nuestro propio mundo privado. Un mundo estanco, amarillento por el paso del tiempo y que, como cada universo, contiene sus propias leyes. Eso nos pasa con imágenes como la de hoy. Manolete vive en ese mundo que plasmó la firma de Gonsanhi el domingo 14 de octubre de 1945 en la plaza de toros de Barcelona, y lo bueno es que habita allí desde entonces.
El diestro parece cansado, abatido por el fulgor de las temporadas, por el éxito, por la exigencia de los públicos... Se lidiaron toros del hierro de Galache, del encaste Urcola-Villar, y alternó en el cartel con Domingo Ortega y Carnicerito de México, que resultó gravemente herido en el festejo. En aquella tarde ya remota, pero salvada del olvido, gracias al clic de una vetusta cámara fotográfica, Manolete llegó a cortar cuatro orejas, dos rabos y una pata (no es una errata).
El traje está manchado de sangre, el mechón de pelo cano es más visible que nunca —piebaldismo, en términos médicos— y el toro ha caído a sus pies para inspirar a Benlliure. El diestro mira a su oponente, los brazos caídos, la muleta desplazada ligeramente hacia atrás y el público, esa masa de personas que se ve al fondo, ha contenido la respiración. No aplaude, mira atentamente, aguarda la muerte del astado. La pose es completa, todos los protagonistas esperan a que el fotógrafo dé el ok, y me parece que nosotros también sentados frente al ordenador. Texto: Fernando Martínez
No hay comentarios:
Publicar un comentario